lunes, 13 de diciembre de 2010

Las fases del género (axiomático) de la ciencia ficción: tercera fase

Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
Tercera ley de Arthur C. Clarke.


La tercera fase será dominante desde la Segunda Guerra Mundial. Durante este periodo, el desarrollo tecnológico avanza a pasos agigantados: se suceden las innovaciones de las que se aprovechan las clases medias y altas en el Estado de bienestar del Primer mundo; se generalizan los coches, las medicinas, los teléfonos, los televisores, los viajes en avión, la informática... El precio es el consumo masivo de energía y recursos: la dependencia del petróleo, el agotamiento de los recursos naturales, la contaminación, la creciente influencia de empresas privadas en la política económica de los Estados.
Sin apenas perspectiva histórica, se podría decir que, en este periodo, tendrán una influencia destacada sobre la ciencia ficción: la Guerra Fría, la fisión nuclear, la carrera espacial, el capitalismo, y la globalización.
La Guerra Fría (1945-1991) marcará la política de gran parte del periodo. Por un lado, la política exterior será maniquea: buenos o malos, demócratas (como se autodefinen las potencias capitalistas) o socialistas (o comunistas, como les denominan los capitalistas). Se produce un juego estratégico de enfrentamientos indirectos, se busca el debilitamiento del bloque contrario (incluso con golpes de Estado y financiando el terrorismo), pero se evita el enfrentamiento directo, que daría lugar, en medio de la carrera armamentística, a la «destrucción mutua asegurada». La ciencia ficción toma nota, y encontramos ejemplos como el enfrentamiento entre la Federación Unida de Planetas y los klingon (el referente se hace más explícito en época de la Perestroika y la Glasnost, cuando en 1987, en Star Trek: la nueva generación, aparece Worf como oficial táctico); en Starship Troopers (Heinlein,1959; Paul Verhoeven, 1997), la mente colmena del enemigo (la desindividualización con que se caricaturiza el socialismo; Ray Bradbury reinterpreta la idea en It Came from Outer Space (1953)). Sin embargo, más que la política exterior, el desarrollo de la Guerra Fría en el interior de las potencias en su búsqueda de quintas columnas (los gulags y las limpiezas de Stalin, la «caza de brujas» y Hoover) será más prolífico en la ciencia ficción. Los comunistas sustituyen a masones y judíos como protagonistas de las teorías de la conspiración (la «conspiranoia» es un género en sí mismo): La invasión de los ladrones de cuerpos (Finney, 1955; Don Siegel, 1956) es un ejemplo canónico, también The Puppet Masters (Heinlein, 1951), Invasores de Marte (William Cameron Menzies, 1953), Forbidden Planet (Fred M. Wilcox, 1956), o el personaje de Brainiac (su primeras aparición es en 1958) de Superman; algunos lo han visto también en los zombis o en el vampirismo.
La influencia de la fisión nuclear recae, principalmente, en las armas atómicas y la radiactividad (accidentes nucleares como la fusión del núcleo de una central nuclear, como en Three Mile Island, en 1979, o en Chernóbil, en 1986; o residuos radiactivos, algunos de los cuales pueden tardar 20.000 años en desintegrarse). La bomba atómica inaugura la larga serie de armas de destrucción masiva que se desarrollarán más adelante, durante la carrera armamentística de la Guerra Fría (bomba de hidrógeno, pulsos electromagnéticos resultantes de la detonación de armas atómicas en la ionosfera, bomba de neutrones); el «arma definitiva» se presenta de dos formas: desarrollada por un gobierno (como en Firefox (Thomas, 1978; Clint Eastwood, 1982)) o por un individuo, generalmente un profesor que pretende dominar el mundo o al que le obligan a hacerlo o roban (una visión sesgada del Proyecto Manhattan). Godzilla (Ishiro Honda, 1954) nace como resultado de una mutación provocada por la radiación, Hulk (1962) como resultado de una prueba militar con una bomba gamma, Spiderman (1962) es picado por una araña radiactiva; en Crónicas marcianas (Bradbury, 1950), en Fahernheit 451 (Bradbury, 1953) o en La Jetée (Chris Marker, 1962) encontramos ataques nucleares, o en El planeta de los simios (1968); la Estrella de la muerte de Star Wars (George Lucas, 1977) es descrita como «ultimate weapon».
La Carrera Espacial es una continuación de la Guerra Fría, aunque pronto (1967), EE.UU. y la URSS firman el Tratado del espacio exterior, con dos puntos especialmente sintomáticos sobre lo que buscaban ambas potencias al iniciar la carrera, más bien que la causa del prestigio, que es la que habitualmente se nos ha ofrecido: 1) todos los objetos celestes son patrimonio de la humanidad, ni el territorio ni sus recursos pueden ser incorporados a un Estado terrestre, y la gestión privada debe ser autorizada, y 2) se prohíbe la presencia de armas de destrucción masiva fuera de la atmósfera. La ciencia ficción, claro, llenó el cielo de satélites con misiles nucleares que apuntaban al enemigo; también violó el primer punto: en la sagas de Star Trek y Stargate, es la humanidad, federada en un Gobierno Mundial o sólo ex professo, la que explora el espacio, pero en La luna es una amante cruel (Heinlein, 1966) vemos la intrusión de gobiernos terrestres en la Luna; en Moon (Duncan Jones, 2009), son empresas privadas. Además de las naves espaciales, también el proyecto SETI (que se inicia en 1961) será una fuente de inspiración: aparte de las obras en las que el contacto extraterrestre ya es habitual, encontramos el subgénero «primer contacto», por ejemplo: Ultimátum a la Tierra (Robert Wise, 1951; Scott Derrickson, 2008), Encuentros en la tercera fase (Steven Spielberg, 1977), ET (Steven Spielberg, 1982), V (1983, 2009), Star Trek: primer contacto (Jonathan Frakes, 1996) o Contact (Robert Zemeckis, 1997).
El capitalismo especulador, cortoplacista e irresponsable también nutre a la ciencia ficción. Ya lo encontramos en RUR (Capek, 1920) y en La guerra de las salamandras (Capek, 1936), también en Mercaderes del espacio (Pohl & Kombluth, 1953) o en Desafío total (Paul Verhoeven, 1990); aparecen corporaciones monopolísticas en Yo, robot (Asimov, 1950; Alex Proyas, 2004), Johhny Mnemonic (Gibson, 1982; Robert Longo, 1995), Blade Runner (Ridley Scott, 1982), en la Trilogía del Sprawl de William Gibson (Neuromante, 1984; Conde cero, 1986; Monalisa acelerada, 1988) o en Repo Men (Miguel Sapochnick, 2010). La crisis energética de 1973 y la toma de conciencia de la excesiva dependencia del petróleo favorecen la aparición en la ficción de estas grandes corporaciones monopolísticas más fuertes que los gobiernos -una vez desaparecidos los comunistas, son ellas las protagonistas principales de las teorías conspiranoicas.
La globalización, aparte del comercio en un mundo sin comunistas (China, el Estado comunista actual más fuerte, mantiene «un país, dos sistemas») y la política (la ONU, por diégesis, inspirará todas esas Federaciones y Gobiernos mundiales que ya hemos mencionado, o como el de Fundación (Asimov, 1951)), tendrá en el ecologismo, las ONGs y las telecomunicaciones sus contenidos más relevantes. Las telecomunicaciones, incluyendo internet, inspiran todo el sugbénero cyberpunk (del que William Gibson es uno de sus máximos exponentes). Entre las preocupaciones ecologistas y humanitarias encontramos la dependencia de los combustibles fósiles, las armas de destrucción masiva, la desertificación, las extinciones de animales y plantas a manos del hombre, el cambio climático, la pobreza, y la superpoblación. Así, encontraremos futuros devastados: El planeta de los simios (Franklin J. Schaffner, 1968; Tim Burton, 2001), El último hombre vivo (Boris Sagal, 1971), Cuando el destino nos alcance (Richard Fleischer, 1974), Zardoz (John Boorman, 1974), la trilogía de Mad Max (George Miller, 1979, 1981 y 1985), Doce monos (Terry Gilliam, 1995), o La carretera (McCarthy 2006; John Hillcoat, 2009); incluso Star Trek IV: misión salvar la Tierra (Leonard Nimoy, 1986) se preocupa por salvar las ballenas. Un subgénero derivado es «la venganza de la Naturaleza», como en: Armaggedon (Michael Bay, 1998) o Deep Impact (Mimi Leder, 1998), 28 días después (Danny Boyle, 2002) y 28 semanas después (Juan Carlos Fresnadillo, 2007), El día de mañana (Roland Emmerich, 2004), Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006), El incidente (M. Night Shyamalan, 2008) o 2012 (Roland Emmerich, 2009). La visión pesimista del hombre y de la sociedad recorren toda la fase: Hiroshima y Nagasaki y el Holocausto entierran la idea de Progreso, aunque se mantendrá como referencia inalcanzable... Por un lado la sociología y la política continuarán la metáfora de la sociedad como una máquina y encontramos la desindividualización soviética y la ingeniería social capitalista, siguiendo Un mundo feliz, y Metrópolis (Fritz Lang, 1927) aparecerán distopías: como las mencionadas Fahernheit 451, Cuando el destino nos alcance y Zardoz; 1984 (Orwell, 1948), el Viaje vigésimo cuarto de Diarios de las estrellas (Lem, 1971), La fuga de Logan (Michael Anderson, 1976), la saga Terminator (James Cameron, 1984 y 1991; Jonathan Mostow, 2003; Joseph McGinty Nichol, 2009) Gattaca (Andrew Niccol, 1997), o la trilogía de Matrix (Andy & Larry Wachowski, 1999 y 2003). Por otro lado, la genética, la etología y la psicología devolverán al hombre a su condición de animal (según ciertas corrientes, determinado por sus genes, sus instintos o sus pulsiones): es el Jefe Salamandra de La guerra de las salamandras, los conspiradores de Zardoz, el público de Perseguido (Paul Michael Glaser, 1987), el personaje de Gary Oldman (Jean-Baptiste Emanuel Zorg) en El quinto elemento (Jean-Luc Besson, 1997), los clonadores y los clientes de La isla (Michael Bay, 2005), el Distrito 9 (Neill Blomkamp, 2009), los caníbales degenerados y la enfermedad de Pandórum (Christian Alvart, 2009) o, en fin, el lado oscuro de la fuerza (que es «más rápido, más fácil»).

El núcleo del género, la diégesis científico-tecnológica, se caracteriza en esta fase por la oscuridad: las ciencias y las tecnologías han alcanzado tal nivel de complejidad y especialización que ya es muy difícil encontrar un Julio Verne contemporáneo, que comprenda el funcionamiento de todo cuanto le rodea; a modo de ejemplo: en Origen (Christopher Nolan, 2010) basta con postular una máquina y unas drogas que permiten entrar en los sueños de otro; en Star Wars, se postulan espadas láser o hipervelocidad; en Star Trek hay una máquina para la teleportación -nunca sabemos cómo funcionan: sólo están ahí, como el móvil o el microondas. Es por eso que la tercera fase se presenta como una inversión (contraria sunt circa eadem) de la primera (φf(c) vs. )fc); grosso modo: si en la primera fase la ciencia y la tecnología parecían magia, en la tercera fase la magia parece científico-tecnológica (la ciencia absorbe a la magia); también explica cómo aparecen autores y obras de la tercera fase en el periodo de la segunda fase: por su desconocimiento o desinterés en las ciencias y las tecnologías. Por último, al disminuir la comprensión que permite la diégesis de los referenciales, aumenta la autorreferencialidad y la influencia de otros géneros, dando lugar a la proliferación de subgéneros. Por ejemplo, George Méliès, en Viaje a la Luna (1902) se basa en De la Tierra a la Luna y Los primeros hombres en la Luna.
Que los autores no comprendan (o no muestren interés) en los referenciales científico-tecnológicos no quiere decir que sus obras sean menores, que sean malos. Los fenómenos científico-tecnológicos a los que tiene acceso son mucho más fascinantes que los que tuvo a mano Julio Verne, y es precisamente ese desentendimiento o incomprensión lo que dispara la obra mucho más allá de lo que se observa en fases anteriores; por otro lado, tal libertad permite abrir otras vías que enriquecen al género. Es el caso de Robert A. Heinlein, Ray Bradbury, Stanislaw Lem y Philip K. Dick. Heinlein, como Clarke o Asimov, sí tiene intereses científicos e introduce ciencias que no habían sido incorporadas al género (economía, política, lingüística,...), como ya hemos visto en su relato Y construyó una casa torcida; sin embargo, en obras como Forastero en tierra extraña (1961), introduce habilidades psíquicas y paranormales y, de hecho, apela a la religión (el protagonista de Forastero..., Michael Smith, crea una religión para que la gente simpatice con sus poderes y su doctrina). En el caso de Bradbury, hace uso del género precisamente por la libertad referencial que en él ve; Crónicas marcianas, incluso, ya lo advierte al principio: «Los viajes interplanetarios nos han devuelto a la infancia»; en esta obra, las diégesis ya no parten, principalmente, de referenciales científico-tecnológicos (aunque en Vendrán lluvias suaves, por ejemplo, vemos robots que realizan tareas domésticas; o, a lo largo de la obra, veremos cohetes y una guerra atómica): la colonización de Marte recuerda a la conquista del Oeste (los marcianos como los indios nativos), se habla de la situación de los negros (el libro se escribió en plena gestación del Movimiento por los Derechos Civiles), o muestra el pánico nuclear (la «Gran Guerra» que empieza en 2005). Tanto Ray Bradbury como Philip K. Dick tratan el tema de la duda ontológica, que recorrerá las artes contemporáneas (incluso la encontramos en la cocina de Ferran Adriá). Esta duda no es una novedad, la encontramos en Berkeley, Descartes o Gorgias, pero la versión contemporánea parte de las ciencias mismas: por un lado, las ciencias «duras» dejan de mostrar un mundo determinista, completamente predecible (las matemáticas hablan del caos, asistimos al auge de la estadística; la física, de la incertidumbre y de la probabilidad; los elementos químicos se disuelven en una pléyade de partículas subatómicas, algunas sólo postuladas) que las aleja del papel que se las quiso otorgar de sustitutas de la religión (y que, en cierto modo -como el cientificismo y el progresismo-, aceptó); por otro lado, aparecen ciencias nuevas, con muchas escuelas enfrentadas entre sí y con otras ciencias y, en algunos casos, como las ya mencionadas genética, etología y psicología (también la sociología y la lingüística), mostrarán a un hombre que no puede alcanzar la objetividad tal y como era entendida por la Idea de Progreso (una objetividad directamente inspirada en el conocimiento absoluto divino). Este tema se presenta en obras y autores tan dispares como, por ejemplo, a lo largo de la obra de Borges (por ejemplo, en Las ruinas circulares, 1944) o de David Lynch (como en Carretera perdida, 1997), En los límites de la realidad, Perdidos, o Shutter Island (Martin Scorsese, 2010) y la ciencia ficción de la tercera fase encuentra medios casi inmediatos para tratarlo (por ejemplo, en Desafío total, Abre los ojos (Alejandro Amenábar, 1997),
Matrix, Existenz (David Cronenberg, 1999), Fringe, Origen): los marcianos de Crónicas marcianas, ¿se han extinguido o han usado sus poderes para hacer creer al hombre que han desaparecido, como parece indicar Encuentro nocturno? En Philip K. Dick, el tema es dominante a lo largo de su obra: en Blade Runner (basada en la novela Do Androids Dream of Electric Sheep?, 1968) pone en duda la memoria y la propia humanidad; en Desafío total (basada en el relato We Can Remember it For You Wholesale, 1966) pone en duda la realidad y la memoria; también lo encontraremos en The Man in the High Castle (1962) y Ubik (1969). Stanislaw Lem propone una variación, más materialista: rechaza la Idea de la objetividad progresista y acepta la Idea de la realidad en construcción: en Solaris (1961), tanto la Hari visitante como Kelvin se dan cuenta de la situación, y ambos luchan por mantener su realidad; en Diarios de las estrellas podemos encontrarnos a nosotros mismos de distintos tiempos (Viaje séptimo, Viaje vigésimo), dejar de ser nosotros mismos sin dejar de serlo (por sustitución, como en el Viaje decimocuarto o por un fallo, como en el Viaje vigésimo tercero); también afecta a la colectividad: todos pueden tomar un papel falso por la presión de las autoridades (Viaje undécimo) -que vale tanto como crítica al socialismo como al capitalismo.

Dos ejemplos de elementos característicos de la tercera fase: los extraterrestres y las naves espaciales.
De la vida fuera de la Tierra no hay referenciales: como mucho, meteoritos con aminoácidos (como el meteorito Murchison, caído en 1969), las especulaciones del SETI o, llegados al caso, la autopsia del alienígena de Roswell (1947); en todo caso, los reflujos de la religiosidad primaria explican gran parte del auge. Sobre la evolución del extraterrestre en la ciencia ficción, éstos partirán de animales linneanos y, a través de la retroalimentación y la incorporación de otros animales, irán evolucionando. En principio, la segunda fase determina la anatomía alienígena dependiendo de la gravedad del planeta natal (así, encontramos los selenitas insectoides de Los primeros hombres en la Luna, o los marcianos cefalopoides de La guerra de los mundos); los humanoides son ya de la tercera fase (E. R. Burroughs). Evolucionan los insectoides (Alien (Ridley Scott, 1979), Depredador (John McTierman, 1987)) y los cefalopoides se antropomorfizarán, como una especie de humano cuyo cerebro ha evolucionado creciendo desmesuradamente (la mayoría de los cefalopoides antropomórficos son resultado de la influencia del alienígena de Roswell: los de Encuentros en la tercera fase, los de Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001), los clonadores de Kamino del Star Wars. Episodio II: El ataque de los clones (George Lucas, 2002), o los «seres interdimensionales» de Indiana Jones IV: El reino de la calavera de cristal (2008)); aparecen gusanoides (los Shai-Hulud de Dune (Frank Herbert; David Lynch, 1984), Jabba el Hutt de Star Wars), reptiloides (Yoda en Star Wars, los visitantes de V), mamiferoides (los wookies y los ewoks de Star Wars o Jar Jar, que parece basado en un asno; los na'vi de Avatar (James Cameron, 2009)), seres microscópicos (como los midiclorianos de Star Wars o las enfermedades, las que producen zombis (de los que hablaremos más adelante), o las que encontramos en Estallido (Wolfgang Petersen, 1995) o en Doce monos) incluso polimorfos (el episodio The Man Trap, 1966, de Star Trek; La cosa (Howard Hawks, 1951; John Carpenter, 1982)) o conductas sin cuerpo (Trelane en el capítulo The squire of Gothos, 1967, de Star Trek). Los humanoides se presentan de dos formas: humanos tal cual (Han Solo, Luke, Leia, Mace Windu,... en Star Wars; Starman (John Carpenter, 1984)) o humanos dotados de algún signo distintivo (vulcanianos, romulanos y klingons en Star Trek; Darth Maul o el maestro Jedi Ki-Adi-Mundi en Star Wars).
La evolución de las naves espaciales se desarrolla en dos planos: la apariencia de la nave y la propulsión. Esta última se presenta basada en tres referenciales (los cohetes y aviones de reacción, la propulsión nuclear y la diégesis de la Relatividad) y una autorreferencialidad (la cavorita de Wells en Los primeros hombres en la Luna).
Verne usó un cañón y Wells inventó la cavorita antigravitatoria (uso «antigravitatorio» como el fenómeno que pone entre paréntesis la gravedad): Edgar Rice Burroughs también hará uso de medios antigravitatorios para sus vehículos marcianos, así como los platillos volantes (dada su aparente ausencia de propulsores y de «saltos en el continuo espacio-tiempo»); la fuerza antigravitatoria se ha impuesto en los vuelos intraplanetarios (el landspeeder de Luke, o los coches de El quinto elemento, por ejemplo). Como referenciales para la diégesis antigravitatoria encontramos el electromagnetismo (inspiración constante a lo largo de la historia de la ciencia ficción) y los hovercrafts; Wells, probablemente, la postuló (como en el primer capítulo de Los primeros hombres...). La gravedad también se simula: es la gravedad artificial que no encontramos en Los primeros hombres... pero sí en 2001 (donde llegamos a ver cómo se genera -típico de la segunda fase) o en Star Wars o Star Trek (supondremos un enigmático «generador de gravedad artificial»). Al principio de la tercera fase, la propulsión es completamente autorreferencial: Méliès usa el cañón de Verne; Burroughs, el fenómeno antigravitatorio. Después de la Segunda Guerra Mundial, después de las V-2 y las armas secretas de la Luftwaffe (los aviones a reacción He-178 y Me-262, por ejemplo), empiezan los viajes con reactores y cohetes (en Crónicas marcianas los viajes interplanetarios se hacen con cohetes); más aún durante la Carrera Espacial. Sin embargo, más o menos a la vez, la moda del fenómeno OVNI reintroduce los medios antigravitatorios. Más adelante, la energía nuclear se usará para la marina (el USS Nautilus, de 1955, es el primer submarino atómico, el USS Enterprise, de 1961, es el primer portaaviones atómico), y se impondrá el motor a reacción (la diégesis de los motores a reacción en el espacio) con combustibles desconocidos: es la propulsión predominante en vuelos interplanetarios (2001, Star Trek, Star Wars, Starship Troopers, &c.). También se suele emplear la reacción en el siguiente paso, la diégesis de la Física: el hiperespacio, la curvatura espacio-tiempo, los viajes superlumínicos... que se usan para los viajes intergalácticos e intragalácticos. Si la diégesis científico-tecnológica se hace desde la Relatividad especial, se mantendrá en velocidades sublumínicas (es el caso de 2001, de Alien y de Pandorum; en general de toda obra que incluya la criogenización de la tripulación); si se hace desde la Relatividad general (distorsiones espaciotemporales) o la mecánica cuántica (la propagación instantánea), encontraremos velociades superlumínicas: hipervelocidad, agujeros de gusano, interdimensionalidad, hiperespacio...; incluso aumentar la velocidad de la luz (como en Futurama), o la «velociadad absurda» de La loca historia de las galaxias (Mel Brooks, 1987).
La apariencia de las naves espaciales se nutre, fundamentalmente, de tres referenciales: los OVNIs, las embarcaciones y la aviación (insisto: no son fuentes excluyentes, sobre todo en casos de autorreferencialidad); también encontraremos referenciales automovilísticos, pero en menor escala y, sobre todo, para dar un toque retro (El taxi de Korben Dallas (Bruce Willis) en El quinto elemento, por ejemplo). Los OVNIs no son sólo los platillos volantes (como el de Forbidden Planet): los encontramos con forma de disco (los podemos reconocer en la USS Enterprise de Star Trek, en el Halcón milenario de Star Wars, o en las naves de V, por ejemplo), esféricos (la de ET o las de Encuentros en la tercera fase, en parte la Discovery 1 de 2001 o los Tie-Fighters de Star Wars), con forma de puro (Rama en Cita con Rama (Clarke, 1974), el Gallofree Transport de Star Wars), triangulares (el destructor imperial de Star Wars, aunque su propio nombre indica influencia naval). La influencia de la aviación la encontramos desde los V-2 (en los cómics de Tintín, Objetivo: la Luna y Aterrizaje en la Luna (Hergé, 1954), en Diarios de las estrellas o, como ya hemos dicho, en Crónicas marcianas) hasta los aviones militares: en Star Wars, el Naboo Royal Spaceship parte del Lockheed SR-71; el Naboo Royal Cruiser del B-2; el X-Wing de los cazas contemporáneos (y los biplanos), el Naboo Fighter de los cazas de la Segunda Guerra Mundial; el Imperial Landing Craft o el Lambda-Class Shuttle de los aviones X estadounidenses; el Republic Attack Gunship del Mil Mi-24,... La influencia naval está presente tanto en naves espaciales (el Yamato de Crucero espacial Yamato (1974) y el Fhloston Paradise de El quinto elemento son de los ejemplos más claros; la Discovery 1 es como la mezcla de un platillo volante esférico con un submarino) como en naves intraplanetarias (los airspeeder y los landspeeder de Star Wars parten de las lanchas motoras); encontramos la influencia en la denominación (como USS -aunque en Star Trek no quiera decir United States Ship- (la USS Enterprise, la USS Nostromo de Alien), crucero (el crucero estelar Mon Calamari de Star Wars, el crucero klingon de Star Trek), destructor (los ya citados destructor imperial y Yamato), fragata, &c.), en el interior de la nave (la Elysium de Pandorum, la estación espacial de Solaris (Andrei Tarkovsky, 1972), los «puentes de mando»), o en la robustez del casco, heredada de los submarinos (al fin y al cabo, son referentes de vehículos con presurización y atmósfera artificiales): la Nostromo, la Alexei Leonov de 2010 (Peter Hyams, 1984), el Neimoidian Shuttle o el Commerce Guild Support Ship de Star Wars; incluso Abyss (James Cameron, 1989) y Pandorum inciden en el paralelismo mar-espacio.

En esta tercera fase encontraremos también un curioso recurso: la añoranza de la segunda fase. Esta añoranza no aparece en la segunda fase respecto a la primera. Dicho recurso consiste, básicamente, en explicar los ingenios tecnológicos que se inventan: cuando lo hacía una obra de la segunda fase mantenía un mayor grado de verosimilitud (ya hemos visto el Nautilus de Verne o, incluso, la cavorita de Wells, cuyo razonamiento es parecido al que llevó a postular el neutrón y Neptuno); sin embargo, en la tercera fase la verosimilitud se disuelve. Diríamos que es un intento de dotar de verosimilitud científica a algo que no lo tiene, pero también es sintomático de la voluntad del autor de querer explicarlo todo: pero la verosimilitud reside en el público, y puede que uno se crea los desvaríos científicos de Walter Bishop en Fringe, pero otros no se lo creerán (aunque puede que sean condescendientes); la voluntad de querer explicarlo todo puede deberse a la sensación de que la segunda fase era mejor, o por desconocimiento o desinterés del autor, (que puede que se crea lo que dice) o por infravalorar al público (el autor piensa en que «no se va a fijar» -implica el criterio cualitativo de las fases). Sólo daré dos ejemplos: el condensador de fluzo (Regreso al futuro, Robert Zemeckis, 1985) y los midiclorianos (de los episodios I, II y III de Star Wars). El condensador de fluzo es un ejemplo paradigmático, aunque cumple una función en la trilogía (su combustible es esencial para el desarrollo del guión de la primera y de la tercera) -aun así, no hacía falta entrar tan en detalle (ya sabíamos que Emmet Brown (Christopher Lloyd) es un genio loco). Otra cosa son los midiclorianos... Es un sinsentido. La primera trilogía (episodios IV, V y VI) habla de la Fuerza como algo místico (Han Solo describe a los jedis como «religiones charlatanas y armas antiguas»), que se entrena y desarrolla; sin embargo, en la segunda trilogía, en el Episodio I (La amenaza fantasma, George Lucas, 1999), Qui-Gonn Jinn saca un aparato que mide el nivel de midiclorianos en un ser vivo... estos midiclorianos son seres microscópicos que sirven como intermediarios entre los seres vivos y la Fuerza... ¿para qué hay que apelar a estos seres? Sólo por determinismo, para incidir en que los Skywalker son especiales, pero ya lo eran: «la Fuerza es poderosa en mi familia...», decía Luke en El Retorno del Jedi (Richard Marquand, 1983); dado el misticismo que rodeaba a la Fuerza, ¿había necesidad de mayor detalle? No deja de ser sintomático que los midiclorianos no se vuelvan a mencionar en ningún episodio más (sobre todo si tenemos en cuenta que Jar-Jar sale en dos películas más). Como contraejemplo, dos películas de Christopher Nolan: El truco final: el prestigio (2006) y Origen (2010): en la primera, sabemos que la máquina de Tesla funciona con electricidad, pero nada más; en Origen ni eso: ¿hay algún problema de verosimilitud o de coherencia?

En los subgéneros se ve claramente la autorreferencialidad y los «préstamos» de otros (sub)géneros a lo largo de su desarrollo. Como ejemplos, trataré tres: el subgénero de aventuras espaciales, el zombi y el kaiju.
El subgénero space opera (o de aventuras espaciales) hunde sus referencias en las novelas de viajes y aventuras, reubicadas en el espacio. Así, citaríamos antes Los primeros hombres en la Luna que Alrededor de la Luna como ejemplo. El primer escritor reseñable es Edgar Rice Burroughs, escribió obras de varios géneros (es uno de los más significativos representantes de la pulp-fiction): de aventuras (la serie Tarzán), fantasía (la serie Pellucidar) y ciencia ficción (la serie Barsoom, por ejemplo). La serie Barsoom, en concreto, también se suele encasillar en el subgénero sword and planet, denominación bastante explicita que pone de relieve sus influencias aventureras y fantásticas. En efecto, a pesar de haberse publicado entre 1912 y 1948, cabría ubicar la serie en la fantasía: encontramos princesas, seres inmortales, viajes astrales (el viaje de John Carter a Marte tiene reminiscencias del viaje del Duracotus de Somnium a la Luna); los elementos se corresponden, por el contrario, a la segunda y tercera fase: sistema métrico, flora y fauna marcianas; aeronaves antigravitatorias (la explicación de su funcionamiento es de tercera fase), armamento (balas de radio, bóvedas que protegen ciudades,...)... La influencia fantástica es tan fuerte que, de no ser por la influencia de las teorías (ya más que cuestionadas en 1912) de Percival Lowell sobre la vida en Marte como axioma y los elementos, habría que ubicarla serie en la primera fase (o, incluso, en la fantasía). El subgénero se va desarrollando por otros ámbitos de la cultura popular: en el cómic encontramos a Buck Rogers (1928), con una película en 1939 y una serie de televisión entre 1950 y 1951; o a Flash Gordon (1934), con tres películas entre 1936 y 1940. El subgénero pasó a segundo plano hasta la década de los sesenta (en los cuarenta y cincuenta atraen más las invasiones extraterrestres y los OVNIs, cuyos referentes están en el recuerdo de la Segunda Guerra Mundial y la amenaza comunista); es en esta década cuando aparecen escritores como Poul Anderson o Gordon R. Dickson, en el cómic, el segundo Linterna verde a finales de los cincuenta, Los cuatro fantásticos (1961), o Barbarella (1962), o la influyente 2001: una odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968); junto a 2001, y amparados por los resultados de la carrera espacial, será la televisión la que dará el mayor impulso a este subgénero: encontramos Doctor Who (1963-1989), Perdidos en el espacio (1965-1968) y, sobe todo, la serie original de Star Trek (1966-1969). Tras la irrupción del subgénero en el cine, sobre todo como resultado de adaptaciones de cómics y series como Doctor Who (Gordon Flemyng, 1965 y 1966) y Barbarella (Roger Vadim, 1968), se produce otro pico en los setenta, con Stanislaw Lem (Relatos del piloto Prix y Más relatos del piloto Prix (1968), Diarios de las estrellas), la radiocomedia y las novelas de Guía del autoestopista galáctico (Douglas Adams, cinco novelas entre 1979 y 1992) las adaptaciones de Star Trek (Robert Wise, 1979) y Flash Gordon (Mike Hodges, 1980), resultado las dos del fenómeno que supuso Star Wars (1977). Más tarde encontraremos la adaptación de Perdidos en el espacio (Stephen Hopkins, 1998), o la película de Guía del autoestopista galáctico (Garth Jennings, 2004), la expansión de las sagas Star Trek (once películas en treinta años, Star Trek: la nueva generación (1987-2004), Star Trek: Deep Space Nine (1993-1999), Star Trek: Voyager (1995-2001)) y Star Wars (algún especial navideño, spin-off de los ewoks, de RD-D2 y C3PO, las precuelas de 1999-2005, las guerras clon,...), la aparición de sagas, como Alien (seis películas en menos de treinta años), Stargate (continuando la película de Roland Emmerich de 1994; dos películas en 2008, el spin-off de Stargate Atlantis, Stargate Infinity y Stargate Universe), las crónicas de Riddick (dos películas y un anime entre 2000 y 2004), parodias como La loca historia de las galaxias o Enano rojo (1988-1999), y la irrupción de los videojuegos (en su mayor parte, adaptaciones y spin-off de las grandes sagas). En todos los casos observaremos claramente como unas obras se nutren de otras (la línea Buck Rogers - Star Trek - Stargate; la línea Barsoom - Flash Gordon/Buck Rogers - Star Wars - Riddick; Buck Rogers, Star Trek, 2001 y Star Wars son claves para la evolución del subgénero), las series evolucionan (la evolución de las USS Enterprise, de las relaciones klingon/romulanos/vulcanianos/humanos; en el caso de Star Wars, la «involución» que sufren las naves entre la trilogia original y la precuela), se nutren de otros géneros axiomáticos (hard-boiled, terror, romance, por ejemplo); las referencias extraficticias o no se dan o son anecdóticas. Por lo demás, la estructura narrativa se apoyará, casi siempre, en variaciones del género de aventuras y del monomito de Joseph Campbell.
El subgénero zombi parte del género fantástico. La momia (la leyenda de la maldición de la tumba de Tutankamón, sobre todo) es el muerto viviente (a diferencia del vampiro, que es un no-muerto) que gozó de mayor prestigio en la cultura occidental (el mainstream mundial) hasta la incorporación del vudú en esta. En 1929, William Seabrook publica The Magic Island, un retrato periodístico-sensacionalista sobre Haití y el vudú en el que ya se habla de los zombis: es el pistoletazo de salida. En 1932 aparece White Zombie (Victor Halperin), inspirado en la obra de Seabrook; se sitúa en Haití y el fenómeno está controlado por los hechiceros, los zombis se usan como mano de obra sin voluntad (algo que todavía no se había conseguido en occidente: RUR, Metrópolis). Hasta 1941, en King of the Zombies (Jean Yarbrough), los zombis continúan bajo control. En la película con guión de H. G. Wells, Things to Come (William Menzies, 1936), se desata una enfermedad cuyos síntomas se parecen mucho a los zombis: se redefine al zombi: ya no son mágicos, ya no son controlados, ya no están confinados en una zona geográfica: son infectados, la enfermedad es muy infecciosa y se propaga por todo el mundo (afecta a la mitad de la población mundial) -y se acaba con ella exterminando a los infectados. Todavía no nos encontramos con el «infectado» clásico, pero las líneas generales ya están definidas: una enfermedad muy contagiosa que parece que mata al paciente pero después se levanta convertido en una especie de sub-humano al que se debe exterminar. Otra incursión del zombi en la ciencia ficción es Plan 9 from Outer Space (Ed Wood, 1959): aquí, los zombis han sido revividos como parte de un absurdo plan (el plan nº9) alienígena; es una composición (yuxtaposición) entre el género fantástico y la ciencia ficción. Más tarde, en La noche de los muertos vivientes (George A. Romero, 1968), encontraremos al «infectado» definido, con matices: aunque no se deba a una enfermedad, sino a un fenómeno cósmico (claramente, un axioma de tercera fase), aparecen el canibalismo y el contagio (aunque en La noche... podría interpretarse que el mordisco mata, y el fenómeno cósmico revive). El «infectado» desplazará al zombi y se convertirá en la figura dominante del muerto viviente, desplazándose el género, prácticamente en su totalidad, a la ciencia ficción: el género no se detiene, en 28 días después y su secuela 28 semanas después, los «infectados» ya no son seres torpes cuya única fuerza es su superioridad numérica; el cómic Walking Dead (2005-2010) y su adaptación a televisión (2010), dan un paso más cuando los cadáveres pueden revivir aunque no estén enteros. Sólo en películas y series, encontramos en filmaffinity 242 referencias etiquetadas bajo el topic «zombi» (aunque incluye tanto a zombis como a infectados); 231 de ellas, posteriores a La noche...; también encontramos infectados en los videojuegos (la saga Resident Evil es la más famosa, también adaptada al cine).
El subgénero kaiju hunde sus raíces también en la fantasía: en los dragones (europeos y asiáticos), fundamentalmente. También, y como ya hemos visto antes, las exposiciones de dinosaurios alimentaron la imaginación, y pronto se les dotó de vida en la ficción: Verne en Viaje al centro de la Tierra (1864), Arthur Conan Doyle en El mundo perdido (1912) o Edgar Rice Burroughs en la serie Pellucidar (1914-1962). La criatura gigante, axioma del kaiju, convivirá en la fantasía y en la ciencia ficción: encontramos al Balrog de El señor de los anillos (Tolkien, 1937-1949; Peter Jackson, 2001-2003) o los colosos de Shadow of the Colossus (2005) junto a los dinosaurios de la saga Parque jurásico (Michael Crichton 1990 y 1995; Steven Spielberg 1993 y 1997, Joe Johnston en 2001) o la criatura de The Host (Bong Joon-ho, 2006). Cuando se trata de criaturas de ciencia ficción, en la tercera fase (en la segunda fase encontramos los descubrimientos, como El mundo perdido o King Kong), suelen ser creadas por acción directa o indirecta del hombre (directa: Mazinger Z, o los dinosaurios de Parque jurásico; indirecta: Godzilla es producto de pruebas nucleares; la criatura de The Host, de la contaminación del río), o de procedencia extraterrestre (King Gidorah, de la saga Godzilla, los robots de Transformers); mención aparte merece la criatura de Monstruoso (Matt Reeves, 2008): según sus creadores, es una criatura submarina que emerge tras miles de años (lo que la situaría en la segunda fase), pero la película falla al explicar su origen (podemos, como mucho, deducir que viene del mar), y la sitúa en lo que denominaré el límite del género de la ciencia ficción.

Por último, me referiré, brevemente, al límite del género de la ciencia ficción. A este límite se llega cuando ya no sepamos si se trata de magia o de ciencia. No es que sean indistinguibles por el desconocimiento o el desinterés de los que hablaba en el tercer género: es que ya no habrá referencias que permitan deducir la pertenencia a una u otra. Tres ejemplos: en las dos primeras temporadas de Perdidos (2004-2010), la serie se mueve en una calculada ambigüedad ciencia ficción/fantasía (el humo negro emite sonidos mecánicos (y Rousseau dice «los monstruos no existen»), Desmond introduce la serie numérica en un ordenador para que no se acabe el mundo; aparecen fantasmas, los Otros son seres numinosos, hay poderes psíquicos,...), si bien es cierto que a esta ambigüedad se llega por yuxtaposición (al final, la serie se decantó por la fantasía); en Walking Dead, nunca sabemos qué provoca la aparición de los zombis (Rick Grimes, el protagonista, está en coma), y el hecho de que no sólo la mordedura, sino también la muerte, convierta en zombi no parece indicar una enfermedad, ¿es otro fenómeno cósmico, magia vudú?; en La carretera (y en su adaptación cinematográfica), ¿sabemos qué ha provocado el desastre? No se nos dan pistas: puede haber sido una catástrofe ecológica, una guerra atómica o, incluso, la venganza de un dios cruel (tipo los dioses cósmicos de Lovecraft -fantasía espacial). En todo caso, será el público el que, en estos casos límite, tenderá a incluir estas obras en un género u otro: por tradición temática, estética, &c., pero no por la obra en sí.



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