sábado, 20 de febrero de 2010

Espina

Uno sabe que está cerca de Espina cuando comienza a escuchar las risas, la música y los gritos de los borrachos más allá de las colinas. Guirnaldas cubren las puertas de la ciudad todos los días del año, y el viajero siempre es bienvenido con viandas y deliciosos licores. Entre bromas, los habitantes de Espina hacen al viajero olvidar sus penas y le animan a lanzarse al baile con las alegres muchachas que coquetean sin vergüenza ante las mismas barbas de sus alegres padres. Al despertar entre sábanas blancas y muchachas desnudas uno cree haber vivido el día más feliz de su vida: pero el que se queda otro día en Espina descubre que será ese y no el anterior el día más feliz de su vida. Se dice que la ciudad oculta la infelicidad en sus plazas y corralas con un espeso manto de risa, música y confeti, y que ni siquiera el alma más atormentada es capaz de encontrar un motivo para no sonreir.

Sorprendentemente otros viajeros hablan de otra ciudad llamada Espina en la que las campanas doblan día tras día y los muertos son recogidos en carretas. La miseria toma la forma de callejones pestilentes donde los mendigos se arrancan las uñas contra las carnes leprosas por lechugas podridas. Los que de esta ciudad consiguen salir cuentan que Espina oculta la felicidad bajo regueros de inmundicias y entre las mellas y las pústulas de los apestados, atrapando al viajero en sus callejones.

Existe la creencia de que ambas ciudades sean la misma: un laberinto cuya forma depende del inapreciable suspiro, del leve parpadeo, del minúsculo gesto del que a Espina llega.